domingo, 1 de mayo de 2011

Llueve


            Hoy presiento que mi mundo se acaba.
            Llueve... Afuera llueve con fuerza y los charcos se van formando en la calle. En los cristales empañados se escurren multitud de gotas. Pero no solo llueve fuera, también llueve en mi interior. Siento demasiado miedo como para poder llorar, mi pecho se hincha de aire, la última vez, quizá. Mi mundo se esfuma, lo sé. Ahora tan sólo puedo mirar sus ojos. Ya no los reconozco. En ellos ya no hay ni una pizca de amor. Retrocedo unos pasos hasta arrimarme a la ventana. Él me agarra la me retuerzo intentando zafarme de su mano, mano que tantas veces agarré en los largos paseos. Giro la cara y aplasto mi mejilla contra la ventana, expiro mi último aliento y puedo sentir como el vaho se acumula en el cristal. Echo un último vistazo a las calles y diviso entre muchos peatones con paraguas a una niñita con chubasquero rosa chapotear en los charcos con sus minúsculas botitas de agua. Eso me recuerda a... mis mejillas se encienden. Me llevo la mano a la barriga y la acaricio con ternura. Ahora solo puedo pensar en ella, mi pequeña. Pero parece que él no tiene tiempo para mis pensamientos y saca de su mano izquierda un cuchillo. Al verlo, mis piernas ceden, me agarro al radiador para no caer, siento como muñeca, siento el dolor al apretármela, arde ante mis palmas. Llueven gotas de sudor por todo mi cuerpo. En estos últimos segundos pienso en como sería ella y recuerdo estos últimos nueve meses.
            El dos de febrero, lo recuerdo bien. Mi marido me apretaba la mano con fuerza en la sala de espera del médico. Una enfermera menudita se acercó a nosotros y con una gran sonrisa, nos dio la enhorabuena. Él y yo nos miramos risueños y nos besamos.
             A la tarde decidimos ir a visitar a mi hermana, así que nos dirigimos a su casa y llamamos en la puerta. Ella nos abrió con una sonrisa en la cara y nos invitó a pasar. En cuanto nos acomodamos en el salón y nos sirvió un café con pastas, le di la gran noticia, la idea de ser tía la hizo tan feliz que decidí ir más allá; le propuse que fuera la madrina. Ella, como yo esperaba, no dudó en aceptar mi proposición y se abalanzó sobre mí con un gran abrazo que casi me hizo caer del sofá. En ese momento me sentía enormemente feliz; sabía que teniendo de madrina a mi hermana en la que tanto confiaba, mi bebé estaría en buenas manos, así que intenté disfrutar esos escasos segundos y abracé ese delgado cuerpecito suyo para aprovechar y hundir mi nariz en su jersey de franela e inhalar ese perfume suyo de margaritas y camomila que siempre fue su favorito desde la adolescencia.
             Habían pasado ya cuatro meses y a esas alturas toda la familia sabía que dentro de unos meses llegaría una nueva personita. Pero nadie sabía si esa personita sería chica o chico, así que decidí hacerme mi primera ecografía. Aparqué el volvo y me dirigí decidida al hospital. En la consulta me atendió un enfermero muy amable, dispuso todos los artilugios necesarios y enchufó la cámara. Enseguida visualicé una imagen borrosa en blanco y negro y el enfermero me dio la noticia de que era una niña. Casi se me saltan las lágrimas, ¡era mi niña! Salí del hospital y estaba lloviendo, pero eso no me quitó la alegría que llevaba. Me senté rápidamente en el volvo, con el pelo empapado y me dispuse a poner la primera marcha. Arranqué el coche, aceleré hasta 60 km/h. Tenía tantas ganas de llegar a casa y darle la buena noticia a mi marido que no me di cuenta de que e la siguiente curva salía un renault verde. Quise girar pero antes de poder reaccionar tenía al renault justo enfrente de mis narices. Di un volantazo y de repente mi coche impactó con el Renault. En ese instante mi cuerpo se echó hacia delante. Mi tripa se chocó contra el volante. Hice una mueca de dolor. Mi hija, no podía ser que la pudiera perder en un accidente. La cabeza me daba vueltas. Abracé a mi barriga en señal protectora como si eso pudiera hacer que mi niña se salvase. De repente, el coche giró bruscamente a la izquierda, sus ruedas resbalaban por la carretera mojada y yo rodé por su interior hasta quedar atravesada en el asiento del copiloto. En ese momento me di cuenta de mi gran error; me había olvidado de ponerme el cinturón de seguridad. Me sentí tremendamente culpable de mi insensatez; no podía creer e que por culpa de mi error mi hija corriera peligro. Me asusté mucho. Estaba aterrorizada. La idea de perder a mi hija se me hizo insoportable. Estaba paralizada y me sentía impotente de no poder hacer nada para poder protegerla. Llovía con fuerza y sólo podía oír en “clonc” de las gotas de agua sobre el capó. Sentía como mi cuerpo sufría con las terribles magulladuras que me había hecho. El coche seguía resbalando hasta el final de la calle, sólo podía rodar sobre sí misma a cada giro del vehículo y ver a través de las ventanillas esa incesante lluvia. ¡Maldita lluvia!, Pensé ¿por qué tuvo que llover justamente ese día? esas incesantes gotas que caían sin descanso eran las causantes de que mi hija y yo nos encamináramos a una velocidad de vértigo hasta unos edificios que había al final de la calle. ¿QuÉ pasaría cuando el coche se estrellara contra aquellas paredes? No quería ni pensar cual sería el catastrófico desenlace. La distancia entre los edificios y nosotras iba menguando, se acortaba, yo no había más que unos centímetros, era el final...
            Me desperté en la clínica de un hospital, acostada en una camilla y totalmente desorientada. Giré la cabeza a la derecha. Allí, justo sentada a mi lado distinguí la silueta de mi hermana. Ella me contó que me había estrellado con el coche en unos edificios deshabitados, que con el impacto me había roto el radio del brazo derecho y lo que más me importaba a mí, las pruebas realizadas confirman que el bebé no corría ningún riesgo. Al escuchar esto me alegré tato que ya ni sentía el dolor del brazo. Mi hermana me explicó que fue un milagro que nos hubiéramos salvado, que ni los policías se lo podían explicar. Yo tan solo recordaba lo que había pasado un poco antes del choque y, aunque apenas fueron unos segundos, a mí me pareció una eternidad. El accidente que me pudo costar la vida de mi hija me marcó mucho y desde ese momento, la lluvia nunca presagió nada bueno en mi vida.
            Estoy llegando al final de mi embarazo. Ya cumplo nueve meses y para la semana estoy fuera de cuentas. Llueve... estoy en mi piso y llueve. Esto me recuerda al accidente, e inconscientemente presagio que algo malo está a punto de pasarnos a nosotras. Estoy apoyada a la ventana viendo caer esas gotas y no dejo de tener esa inseguridad, de pronto se abre la puerta de golpe; es mi marido, lo espero ilusionada, pero me doy cuenta de que viene hacia mí con un cuchillo, su mirada es asesina y sus gestos amenazadores, empieza a tirar muebles como un maníaco y de su boca salen insultos ofensivos hacia mi, se acerca lentamente a mi maldiciéndome, y me amenaza de muerte. De repente los pensamientos me golpean la mente: día tras día miras en las noticias esas pobres mujeres muertas a causa de la violencia de género, nunca piensas que te va a pasar a ti, hasta que te pasa. Otra vez solo logro concentrarme en oír el “clonc” de las gotas de lluvia, intento proteger a mi niña pero... ¿Cómo? Él me agarra el cuello y con mi cabeza da un golpe seco en la ventana que la hace estallar y miles de cristales caen a la calle, mi cabeza cuelga ahora de la ventana mientras los cristales puntiagudos que no se despojaron del marco de la ventana se clavan en mi nuca. Estamos en un quinto piso y el vértigo se hace insoportable, mi pelo es abaneado por el viento y mi cara se empapa de gotas de agua. Llueve con fuerza, es listo, mi sangre se mezclará con el agua de la lluvia y no dejará restos. La hoja del cuchillo se posa sobre mi cuello, cierro los ojos, él desgarra mis venas sin piedad, llueve sangre y me muero.
            Los policías llegaron a tiempo al piso para descubrir al asesino gracias a una llamada anónima de un vecino, pero no a tiempo de salvar a mi hermana. Como estaba de nueve meses, la llevaron rápidamente al hospital y le practicaron una cesárea, su hija nació sana y es la viva imagen de la madre, eso le gustaría a mi hermana. El asesino fue condenado a 87 años de cárcel por asesinato de su pareja e intento de homicidio de su hija. Ahora asisto al funeral de mi hermana, con lágrimas en los ojos, mientras sostengo a su hija en mi regazo, niña que tendré que criar, desempeñando mi papel como madrina.


                                                                                      Aida Queimaño Soage 3ºB

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