domingo, 1 de mayo de 2011

EL MISTERIOSO CASO DE RANDAL


Había un niño que no sabía jugar. La madre lo miraba desde la ventana ir y venir por los caminillos de tierra, con las manos quietas, como caídas a los dos lados del cuerpo… Yo también lo hacía.
            Mi padre era pescador y nos habíamos mudado hace un par de semanas a este lugar, ya que tenía fama de ser uno de los pueblos que exportaba peces de mayor calidad. Mi madre era ama de casa y como éramos nuevos en aquel sitio, ella tan sólo conocía a Catalina, que vivía justo en frente de nuestra nueva casa.
            Yo tampoco tenía amigos, y mientras durasen las vacaciones de verano, no pensaba entablar amistad con nadie; todo era nuevo para mí y me estaba costando bastante acostumbrarme a mi nueva vida, como para tener que preocuparme de mis amistades con el resto de niños del pueblo. Por eso, todos los viernes por la tarde, acompañaba a mi madre a tomar el té a casa de Catalina. La primera vez que la vi me causó una impresión espantosa. Estaba sentada en la mecedora, ni siquiera se molestó en abrirnos, la puerta estaba abierta de par en par, pero a ella no parecía importarle. Miraba con ansiedad a través de la ventana, como esperando a que aconteciera algo. Sus manos, temblorosas y huesudas, se aferraban con fuerza a los apoyabrazos, mientras se mecía inquietantemente. Ella era joven, incluso más que mi madre, pero esa expresión de inquietud hacía que su cara se llenase de arrugas, inexistentes en su rostro normal.
            De repente me entró la curiosidad de saber que era lo que miraba con tanta preocupación por la ventana, así que sin más miramientos, corrí hacia su lado y me asomé al alféizar. Desde allí se observaba un pequeño monte lleno de riachuelos y eucaliptos, allí, había un niño que caminaba sin pausa por todo el terreno, como si buscara algo. Mi madre se acercó y me susurró al oído que ese era el hijo de Catalina. La madre lo miraba desde la ventana ir y venir por los caminillos de tierra, con las manos quietas, como caídas a los dos lados del cuerpo… Yo también lo hacía. El niño tenía un aire misterioso, no se parecía a ningún niño de los del pueblo: habladores e hiperactivos. El tenía una expresión perturbadora en su rostro, sus ojos eran oscuros y penetrantes, su mandíbula, ancha y fuerte, estaba tensa. Apretaba los dientes y eso hacía que su cuello se agarrotara de tal forma que se podían apreciar las venas marcadas en el. Normalmente yo era un niño difícil de inquietar, pero ese niño me asustó, e involuntariamente, retrocedí un paso; ahora ya comprendía la inquietud de Catalina.
            Ese día mi madre y yo volvimos a casa temprano. Pero a lo largo del verano mi madre y yo íbamos frecuentemente a visitar a Catalina. Siempre la encontrábamos observando a su hijo desde la ventana. Y el hijo, día tras día hacía lo mismo: paseaba y paseaba por aquel minúsculo recinto que sus pasos habían formado al lado de la casa, pues siempre hacía el mismo recorrido. Yo no paraba de darle vueltas al mismo asunto; que era lo que le pasaba a aquel niño. Pero ellas nunca mencionaban el tema, por lo menos en mi presencia. Entonces entró por la puerta un hombre, y saludó a Catalina con un beso en los labios. Supuse que era su marido, y en ese momento quise preguntarle. Presentía Catalina y mi madre no me lo iban a decir, pero seguramente el sí. Así que reuní todas mis fuerzas y solté: “Señor, ¿Qué es lo que le pasa a su hijo?” En ese momento me arrepentí de haberlo preguntado, pues un silencio sepulcral se produjo en la habitación. Sus caras eran de espanto, como si mis labios hubieran revelado un gran secreto. Mi madre sabía lo que le pasaba, y fue la primera en hablar: “Cariño, no te preocupes, lo único que pasa es que Randal no sabe jugar”. Conocía a mi madre y sabía cuando mentía, y eso me sonaba a trola, como cuando me dijo que la abuelita estaba durmiendo muy profundamente por eso no se podía despertar y al final descubrí que estaba muerta. Ella dice que lo hace para protegerme de la verdad y no hacerme daño, pero… ¿A caso le pasaba algo malo a Randal?
            La madre miraba inquieta al niño, que iba y venía con una sombra entre los ojos. “Si al niño le gustara jugar yo no tendría frío mirándolo ir y venir”. Pero el padre decía con alegría “no sabe jugar; no es un niño corriente. Es un niño que piensa”. Cada uno me dio a su manera la explicación del comportamiento de Randal, pero al igual que la de mi madre, las respuestas de sus padres me parecieron falsas, sobre todo la alegría fingida que mostró el padre, seguramente para quitarle hierro al asunto e impedir que me preocupara. Pero si en algo coincidían todas era en esa supuesta actividad que Randal era incapaz de realizar; jugar.
            Pasaron días y en mi mente no había otra cosa que el recuerdo de aquel día. Me sentía como un médico intentando averiguar que era lo que le pasaba a Randal. Pero al cabo de darle tantas vuelta y de no poder aferrarme a nada más, acabé aceptando que quizá su único problema fuera que no supiera jugar. Era cierto: supiera o no supiera, Randal nunca jugaba. Pero yo no me conformaba sólo con eso. Sabía que aún que no me habían mentido, tampoco me habían dicho toda la verdad. Había algo que me ocultaban, y yo necesitaba saberlo.
            Así que decidí aceptar el papel de doctor, y como un buen doctor, decidí que era el momento de conocer a mi paciente a fondo.
            Este viernes fuimos como siempre a casa de Catalina, y una vez allí en seguida me entraron ganas de empezar el desafío que me había propuesto, así que me levanté del sitio y con toda la amabilidad que fui capaz le pregunté: “Catalina, ¿puedo ir a conocer a Randal?” Catalina se sorprendió, sonrió contenta ante mi proposición “Pues claro Cielo, escucha, sabes que Randal no es como los otros niños…” esperaba esa respuesta “Sí, lo sé: no sabe jugar” Catalina giró la cabeza hacia la ventana y asintió “Eso es, así que ten delicadeza con él, no sabe jugar, pero si le hablas lentamente te entenderá”. Yo le prometí que sería simpático con él y corrí hacia a fuera “Daniel” me llamó mi madre “¡En serio, si Randal no quiere estar contigo, vete, no lo enfades!”. Eso último me dejó frustrado, sabía que Randal no era normal, y la impresión que tuve de él me atemorizó, pero nunca se me ocurrió que Randal fuera violento, ¡bah! Seguro que sólo son tonterías de mi madre.          
            Bajé hasta el  montecito y recorrí unos metros esquivando los eucaliptos, cuando de repente me encontré en frente de él. Me quedé allí, congelado, observándolo, parecía turbado, tenía los ojos en blanco, parecía inestable, la postura en la que se encontraba no era natural, sentí la necesidad de acercarme a él y agarrarlo por la cintura para que no se cayera, pero el aspecto de Randal me daba mucho respeto y me quedé a una distancia prudente. “Hola, me llamo Daniel, mi madre es amiga de tu madre” le dije, y extendí la mano para estrechársela, pero el no se movió, no dijo nada, tan sólo se quedó allí, observándome, analizándome, me miró fijamente a los ojos, pero yo no aguanté más y tuve que desviar la mirada. “Daniel, sube que nos vamos” menos mal, pensé, no quería quedarme ni un segundo más delante de Randal. No rechacé el desafío de intentar curarlo, pero eso quizá lo deje para otro día, hoy lo he conocido y ya ha sido suficiente.
            Había tenido delante a Randal y ahora ya lo conocía un poco mejor, se había quedado mudo pero... es normal, sobre todo en un niño como él, que no sabe jugar, y por eso no me desanimé y seguía teniendo ganas de ejercer de médico para él. Ya lo tenía todo planeado: al día siguiente intentaría enseñarle a jugar. Sabía que lo importante no era que aprendiera a jugar, lo importante era descubrir por qué no podía. Los padres parecían saberlo pero no me lo iban a decir, tenía que descubrirlo yo.
            Pasó una semana y mi madre y yo nos encaminábamos a casa de Catalina, yo corrí directamente hacia el montecito, donde se encontraba, como siempre, Randal. Me acerqué a él, esta vez con más tranquilidad. Randal también parecía más tranquilo, y esta vez, me reconoció y se acercó a mí. Yo estaba asombrado, y no sabía como reaccionar, así que dije: “Bueno ¿Qué quieres hacer?” el alzó su mano derecha y señaló al gran bosque que lindaba con el montecito “¿Quieres ir allí?” Randal asintió. Yo tragué saliva, era verano y aún que fuera tarde habría luz hasta las diez por lo menos, pero aquel oscuro bosque me daba mucho miedo, no me da vergüenza decirlo, si por mí fuera saldría corriendo hacia los brazos de mi madre, pero la curiosidad que tenía por saber el porqué de que Randal no jugara pudo más que el miedo. Así que seguí a Randal, quien se encaminaba al bosque. Nos plantamos ante su entrada “¿Has estado alguna vez aquí Randal?” él negó con la cabeza “Yo tampoco y no conozco este sitio; marchémonos de aquí”. Pero cuando intentaba dar marcha atrás, Randal me cogió por el brazo, me miró con esos ojos fulminantes mientras me apretaba más y más el brazo, Randal tenía mucha más fuerza que yo y sabía que no iba a dejarme ir hasta que no entráramos en aquel bosque. Así que me encaminé en las oscuras tinieblas de aquella espantosa vegetación, Randal me empujaba para que no me parase, ¿estaba loco, que hacía? Mi cabeza estaba hecha un lío, pero en ese momento me di cuenta de que nos habíamos perdido; ninguno de los dos conocía este bosque. Seguimos andando, él me sujetaba fuertemente para asegurarse de que no escaparía. Todo mi cuerpo estaba empapado de sudor quería gritar socorro pero… ¿Quién me escucharía? Llegamos hacia un claro, y Randal me soltó el brazo, me liberé rápidamente de él, y retrocedí unos metros, en su rostro adiviné una cara de dulzura, Randal no quería hacerme daño, tan sólo quería que lo acompañara. Él, como de costumbre, estaba en su mundo, y no tenía miedo, pero yo sabía bien lo que pasaba; estábamos perdidos en un bosque y estaba oscureciendo, me invadió el pánico y eché a correr convulso. Cuando me doy cuenta, el terreno cedió a mis pies, estaba cayendo en un pozo. Mis manos se alzaron al cielo “¡Ayuda!” grité, mientras mi cuerpo se iba hundiendo en el agua helada. “Daniel” fue la primera vez que escuché la voz de Randal, y la última. Mi cabeza se iba quedando sin oxígeno y mis párpados se cerraban, me despedía de todo.
            Randal jamás fue capaz de encontrar el camino de regreso.
            Daniel jamás tuvo la oportunidad de descubrir el misterioso caso de Randal.



                                                                                  Aida Queimaño Soage 3ºB

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