domingo, 1 de mayo de 2011

La primera vez.


Una venda imaginaria tapaba mis ojos, mis oídos y quizá también mi boca. A pesar de esto yo, era consciente, pero no capaz de reaccionar. Ahora, después de tres años de lo ocurrido, me veo lo suficientemente capacitada para poder contar mi historia.
Todo había comenzado una noche; una noche del mes de febrero. Yo, era una chica de veinte años. Vivía sola en un piso del centro de Barcelona, y, como cada sábado salía a dar un paseo por las calles de tan grandiosa ciudad. Desde que me había instalado en ella siempre solía parar en un bar que estaba justo dos manzanas a la derecha de la calle donde vivía. Sin embargo, aquella noche de invierno, decidí cambiar, y me fui a un local más alejado. Era oscuro, y algo pequeño, pero no estaba mal. Había un ambiente juvenil que provocó en mí, una agradable estancia. En medio de la noche se acercó a mí un chico que dijo llamarse Carlos. Era una persona encantadora, con la que estuve hablando durante toda esa noche  y las demás noches de la semana que quedábamos en ese mismo bar para vernos. El vínculo que nos unía fue aumentando más y más hasta el punto de que él se vino a vivir a mi pequeño piso, pues ya teníamos una relación estable.
Al principio todo iba bien. El me quería, y yo a él. Había encontrado a alguien que me acompañase en los años que pasaría estudiando la carrera de medicina. Ya no estaba sola sino que Carlos me arropaba, me hacía sentir bien, me animaba… Pero a medida que pasaba el tiempo me daba cuenta de que la situación empeoraba, más y más. Cada vez las discusiones eran mayores. La desconfianza entre nosotros aumentaba. Mientras yo me iba hundiendo poco a poco, quedando cada vez  menos de mi, él, se hacía superior. Crecía y crecía cuando me reñía, me  insultaba, e incluso cuando bromeaba, amenazaba con pegarme.
Increíblemente, había sufrido una transformación notable. ¿Ya no quedaba nada de aquel joven que había conocido? Pues parecía que no. Todo lo que yo hacía estaba mal, no podía salir de casa sin su permiso, todas aquellas cosas que me pertenecían pasaron a ser suyas, todos mis planes eran obligaciones que él me imponía…
Ya no aguantaba más. A medida que pasaba el tiempo, me iba consumiendo en mis pensamientos. Ya no sabía ni quién era. Empezaba a asumir todas aquellas palabras malsonantes que decía –torpe, no vales para nada, eres una estúpida, mujeres así no merecen la pena-, y lo peor de todo, en mi vida ya no quedaba nada de alegría, sino lágrimas, lágrimas y más lágrimas.
Estaba totalmente informada de los casos de violencia que ocurrían tan a menudo. ‘’No quiero ser otra de esas víctimas’’ pensaba repetidamente. Pero instantáneamente algo en mi interior me retenía a denunciar. Quizás fuesen sus amenazas, quizás aún quedaba dentro de mí amor, quizás el miedo que me invadía todos los días cuando él y yo estábamos juntos. Además me sentía sola para hacerlo. Ya no tenía la confianza en mí. Tampoco tenía el apoyo de esos padres que toda la vida estuvieran a mi lado, ni de mis amigos de la infancia; todo eso se había quedado lejos, en el pasado, en mi niñez; eso estaba totalmente absorbido por Carlos.
Ahora estaba sola; no era más que un gramo de arena esparcida en el desierto. Pero ese era mi momento. Por fin volvía a abrir los ojos después de tan grande oscuridad. Por fin confiaría en mí, sería fuerte. Ya no podía seguir así, ahora estaba más segura que nunca. Yo me merecía más, mucho más que estar encerrada en llantos y tristeza. Ya no haría caso de aquel miserable que quería arruinar mi vida, ahora sería una mujer de verdad.
Era la primera vez en que mi valentía funcionaba. Salía de mi casa con las ideas claras. No, hoy no iría a la facultad como él creía, hoy iría a reencontrarme con mi felicidad. Cambiaría mi ruta habitual, caminaba hacia la comisaría.
Había roto esa venda que impedía que viese lo bella que es la vida, la que no me dejaba escuchar la esencia de las sonrisas y la que me obligaba a callar mis propias palabras.
Por fin, me sentí feliz, pero completamente feliz. Era la primera vez que lo hacía de esa manera. Por fin volvía a reencontrarme con todo mi pasado, aquel que me quería pero que me quería de verdad, en el propio sentido de la palabra.


                                                                                              Aida Carballo Fazanes 3ºB

Mi abuelita


            La abuelita y yo vivimos juntos. Los dos somos muy felices en el piso que ella alquila. Está en el centro de la ciudad. A mi me gusta porque está cerca del cole al que yo voy, y además el bloque tiene una piscina comunitaria, donde la abuelita y yo nos bañamos en los meses de Junio y Julio. Pero  a la abuelita no le gusta. Ella siempre se está quejando de que en un piso tan pequeño se aburre como una ostra, sin huerto que plantar, ni gallinas que cuidar... También dice que la ciudad es un asco, que hay muchos coches y mucho vandalismo. Dice que los jóvenes del pueblo son muchachotes sanos y fuertes, que acarrean con sacos o colaboran en la labor del campo para ayudar a sus padres. Mientras que los jóvenes de ciudad son niñatos ricos malcriados con cresta de gallo y muchos percings, que se gastan el dinero de sus padres en drogas y alcohol, y que tiene  miedo que eso me pase a mí por vivir en la ciudad.
            Un día le pregunté, que por qué se marchó del pueblo y se mudó a la cuidad si aborrecía tanto ese cambio. Ella me contó que, al igual que mis padres, el abuelito también estaba en el cielo. Él sirvió muchos años en el ejército, hasta que una vez, de tanto tentar a la suerte, fue alcanzado por una bala de fusil. La abuelita dice que lo odia, por haberla dejado sola con una casona que estaba por encima de sus posibilidades, pero que el abuelito se empeñó en comprarla, y a la había dejado con la hipoteca a medio pagar. Ella dice eso, pero en realidad lo sigue queriendo y creo lo único que le duele es que la hubiera abandonado de esa forma. Total que el abuelito se murió pobre, y la pensión de la abuelita no daba para poder pagar la enorme hipoteca cada mes, así que tubo que venderla y mudarse a este pisito, donde el coste del alquiler era accesible.
            La abuelita se llama Abelina. Pero yo prefiero llamarla abuelita, porque Abelina suena a nombre de vieja y la abuelita no es vieja. Bueno sí, pero no tan vieja como las ancianas del asilo. Ella  tiene menos arrugas, puede andar sin utilizar bastón, tiene sus propios dientes y lo más importante: aún tiene suficientes fuerzas para cuidarme, al menos eso es lo que dice ella cuando me porto mal o me escaqueo de hacer los deberes.
            La abuelita y yo vivimos felices aunque muchas veces peleamos, y siempre acaba ganando ella. Nuestra vida es pacífica, por la semana yo voy al cole, y después de hacer los deberes, salgo a jugar al parque si no llueve. La abuelita hace las tareas de casa mientras estoy en el cole y después va a tomar un café con sus amigas las vecinas o se queda en el salón viendo telenovelas argentinas que tanto le gustan a ella. El fin de semana cambia un poco la rutina. Los sábados son aburridísimos, porque es cuando vamos de compras y justamente es el día favorito de la abuelita. Ella dice que vamos de compras, pero nunca compramos nada, la abuelita lo llama ir a “mirar”. Eso consiste en estar dando vueltas por el centro comercial de tienda en tienda viendo vestidos de moda o trajecitos cursis para mí. La abuelita dice que lo hace para luego poder comprar telas mucho más baratas y hacer ella en casa la ropa que vio en el comercio y que tanto le gustó. La verdad es que es una gran costurera, pero a mí eso me parece muy excesivo; que se le va a hacer, desde que se tuvo que andar midiendo con el dinero para apañárselas con los gastos de la casona se volvió de una tacaña... Los domingos toca misa. Así que nos ponemos guapos para ir a la casa del señor. Pero no guapos como los modelos de la tele, sino guapos a nuestro modo. La abuelita me viste un trajecito con corbata y todo como los mayores que pica mucho, me engomina el pelo y me lo peina para atrás, luego me calza los zapatos de charol y me dice que soy el niño más guapo del mundo. Ella se pone uno de sus muchos trajes de chaqueta y falda hechos por ella claro está, y se calza sus únicos zapatos de domingo, sólo tiene un par porque claro está, esos se los tubo que comprar. Después de pasarse horas y horas frente al espejo, por fin la abuelita está lista y yo le digo que es la abuelita más guapa del mundo.
            Todos los días igual, sin nada nuevo, hasta que la abuelita empezó a quedarse más tiempo de lo normal dentro de cama, al principio pensaba que era por vaga, pero a veces hasta se quedaba días enteros en ella. Desde mi cuarto la oigo toser, es una tos muy fea y yo tengo mucho miedo por ella. En contra de las normas de la abuelita de no entrar en su cuarto, me adentro pasito a pasito en la habitación y me subo a su cama. La abuelita se empieza a enfadar conmigo y me echa fuera de la cama. A mi eso no me gusta nada, pero yo la perdono porque sé que lo hizo sin querer, y es que cuando tenemos una bronca grande, suelta tacos y se enfada conmigo sin tener yo la culpa, pero se da cuenta a tiempo y lo importante es que ella siempre dice que está encantada de cuidarme, que no lo cambiaría por nada del mundo, y eso me hace muy feliz, porque a mí también me encanta que ella me cuide, aunque la abuelita dice que eso no va a ser siempre así y que cuando crezca y llegue a la edad del pavo, no querré pasar más tiempo con ella. No sé como sabe que va a pasar eso, a lo mejor la abuelita es vidente quien sabe, pero de todas formas, si es verdad lo que dice, yo no quiero crecer más, ¡está decidido!; me quedaré con mis siete añitos para siempre.
            Pasaron dos días y alguien peta en la puerta. Voy a la entrada y pregunto quien es, pues la abuelita siempre dice que no les abra la puerta a los desconocidos.
-         Soy el Doctor Ortega, vengo a atender a la señora Abelina Castro. Usted
debe de ser su nieto ¿no?
-         Sí señor, pero no m está permitido abrirle la puerta a desconocidos.
-         Eso está muy bien, pero yo no soy un desconocido; tu abuela me llamó para que viniera aquí.
Si es cosa de la abuelita mejor que le abra, no vaya a ser que se enfade conmigo. Me pongo de cuclillas y quito el pestillo
-         Adelante.
En la casa entra un hombre alto de bata blanca e intenta adivinar, supongo, donde está la habitación de la abuelita.
-         Aquí señor.
-          Vale, chaval. ¿Por qué no vas a ver la tele un rato y me dejas a solas con tu abuela?
            Marcho para el salón indignado.
            Después de dos horas, el doctor marcha, y por primera vez desde que empezó todo esto, la abuelita me llama. Voy corriendo hasta su cama. Ahora tiene una cara horrible y el pelo despeinado, habla con una voz de hilo. Me dijo muy seriamente que estaba enfermita, muy enfermita, que puede que llegara el momento de reunirse con el abuelito y mis padres en el cielo. Yo lloro, pataleo y chillo. Le digo a la abuelita que no es justo, que no quiero que se vaya. La abuelita me dice que es el ciclo de la vida y que todos tenemos que morir algún día.
-         Pero tu no, abuelita, tu no te tienes por qué morir. Tú tienes que cuidar de mí, para que no sea un niñato de ciudad, como tú me dijiste.
-         Cariño, confío en que tu corazón sea bondadoso toda tu vida. Ahora estás triste, pero pronto te olvidarás de mí y ya no sufrirás. Irás con la tía Maite, ¿sabes? Tiene tres hijos con los que puedes jugar. Pronto crecerás y ya no recordarás este momento.
            Hoy duermo con la abuela. Lloramos toda la noche.
            El sol me despierta y me incorporo en la cama, contemplo la estancia; la abuelita no está. Asustadísimo corro por la casa intentando buscarla. Cuando de repente la veo preparando el desayuno el la cocina.
-         Hoy me siento muy bien cariño. Desayuna rápido y nos vamos de picnic.
            Dijo mientras me enseñaba una cesta llena a rebosar de bocadillos. Los ojos se me iluminan, ¡la abuelita está sana! Estoy tan contento.
            La abuelita y yo nos preparamos y salimos de casa. Cogimos el autobús y fuimos a un parque lleno de flores preciosas. Allí extendimos el mantel a cuadros y empezamos a comer. Nos acabamos todo lo que había en la cesta y fuimos a pasear. Estuvimos en el parque hasta el anochecer, hablando toda la tarde, pero jamás se mencionó el tema del día anterior. Mejor; eso ya formaba parte del pasado. Cogimos el último autobús y regresamos a casa. Nos metemos rápidamente en cama, cada uno en la suya y dormimos. A la mañana me levanto contentísimo y corro a despertar a la abuelita con una sonrisa en la boca. Entro en su habitación; aún está dormida. Me subo a su cama e intento despertarla. Nada. Apoyo mi cabeza sobre su pecho. Los latidos de su corazón cesaran.

                                                                       Aida Queimaño Soage


Llueve


            Hoy presiento que mi mundo se acaba.
            Llueve... Afuera llueve con fuerza y los charcos se van formando en la calle. En los cristales empañados se escurren multitud de gotas. Pero no solo llueve fuera, también llueve en mi interior. Siento demasiado miedo como para poder llorar, mi pecho se hincha de aire, la última vez, quizá. Mi mundo se esfuma, lo sé. Ahora tan sólo puedo mirar sus ojos. Ya no los reconozco. En ellos ya no hay ni una pizca de amor. Retrocedo unos pasos hasta arrimarme a la ventana. Él me agarra la me retuerzo intentando zafarme de su mano, mano que tantas veces agarré en los largos paseos. Giro la cara y aplasto mi mejilla contra la ventana, expiro mi último aliento y puedo sentir como el vaho se acumula en el cristal. Echo un último vistazo a las calles y diviso entre muchos peatones con paraguas a una niñita con chubasquero rosa chapotear en los charcos con sus minúsculas botitas de agua. Eso me recuerda a... mis mejillas se encienden. Me llevo la mano a la barriga y la acaricio con ternura. Ahora solo puedo pensar en ella, mi pequeña. Pero parece que él no tiene tiempo para mis pensamientos y saca de su mano izquierda un cuchillo. Al verlo, mis piernas ceden, me agarro al radiador para no caer, siento como muñeca, siento el dolor al apretármela, arde ante mis palmas. Llueven gotas de sudor por todo mi cuerpo. En estos últimos segundos pienso en como sería ella y recuerdo estos últimos nueve meses.
            El dos de febrero, lo recuerdo bien. Mi marido me apretaba la mano con fuerza en la sala de espera del médico. Una enfermera menudita se acercó a nosotros y con una gran sonrisa, nos dio la enhorabuena. Él y yo nos miramos risueños y nos besamos.
             A la tarde decidimos ir a visitar a mi hermana, así que nos dirigimos a su casa y llamamos en la puerta. Ella nos abrió con una sonrisa en la cara y nos invitó a pasar. En cuanto nos acomodamos en el salón y nos sirvió un café con pastas, le di la gran noticia, la idea de ser tía la hizo tan feliz que decidí ir más allá; le propuse que fuera la madrina. Ella, como yo esperaba, no dudó en aceptar mi proposición y se abalanzó sobre mí con un gran abrazo que casi me hizo caer del sofá. En ese momento me sentía enormemente feliz; sabía que teniendo de madrina a mi hermana en la que tanto confiaba, mi bebé estaría en buenas manos, así que intenté disfrutar esos escasos segundos y abracé ese delgado cuerpecito suyo para aprovechar y hundir mi nariz en su jersey de franela e inhalar ese perfume suyo de margaritas y camomila que siempre fue su favorito desde la adolescencia.
             Habían pasado ya cuatro meses y a esas alturas toda la familia sabía que dentro de unos meses llegaría una nueva personita. Pero nadie sabía si esa personita sería chica o chico, así que decidí hacerme mi primera ecografía. Aparqué el volvo y me dirigí decidida al hospital. En la consulta me atendió un enfermero muy amable, dispuso todos los artilugios necesarios y enchufó la cámara. Enseguida visualicé una imagen borrosa en blanco y negro y el enfermero me dio la noticia de que era una niña. Casi se me saltan las lágrimas, ¡era mi niña! Salí del hospital y estaba lloviendo, pero eso no me quitó la alegría que llevaba. Me senté rápidamente en el volvo, con el pelo empapado y me dispuse a poner la primera marcha. Arranqué el coche, aceleré hasta 60 km/h. Tenía tantas ganas de llegar a casa y darle la buena noticia a mi marido que no me di cuenta de que e la siguiente curva salía un renault verde. Quise girar pero antes de poder reaccionar tenía al renault justo enfrente de mis narices. Di un volantazo y de repente mi coche impactó con el Renault. En ese instante mi cuerpo se echó hacia delante. Mi tripa se chocó contra el volante. Hice una mueca de dolor. Mi hija, no podía ser que la pudiera perder en un accidente. La cabeza me daba vueltas. Abracé a mi barriga en señal protectora como si eso pudiera hacer que mi niña se salvase. De repente, el coche giró bruscamente a la izquierda, sus ruedas resbalaban por la carretera mojada y yo rodé por su interior hasta quedar atravesada en el asiento del copiloto. En ese momento me di cuenta de mi gran error; me había olvidado de ponerme el cinturón de seguridad. Me sentí tremendamente culpable de mi insensatez; no podía creer e que por culpa de mi error mi hija corriera peligro. Me asusté mucho. Estaba aterrorizada. La idea de perder a mi hija se me hizo insoportable. Estaba paralizada y me sentía impotente de no poder hacer nada para poder protegerla. Llovía con fuerza y sólo podía oír en “clonc” de las gotas de agua sobre el capó. Sentía como mi cuerpo sufría con las terribles magulladuras que me había hecho. El coche seguía resbalando hasta el final de la calle, sólo podía rodar sobre sí misma a cada giro del vehículo y ver a través de las ventanillas esa incesante lluvia. ¡Maldita lluvia!, Pensé ¿por qué tuvo que llover justamente ese día? esas incesantes gotas que caían sin descanso eran las causantes de que mi hija y yo nos encamináramos a una velocidad de vértigo hasta unos edificios que había al final de la calle. ¿QuÉ pasaría cuando el coche se estrellara contra aquellas paredes? No quería ni pensar cual sería el catastrófico desenlace. La distancia entre los edificios y nosotras iba menguando, se acortaba, yo no había más que unos centímetros, era el final...
            Me desperté en la clínica de un hospital, acostada en una camilla y totalmente desorientada. Giré la cabeza a la derecha. Allí, justo sentada a mi lado distinguí la silueta de mi hermana. Ella me contó que me había estrellado con el coche en unos edificios deshabitados, que con el impacto me había roto el radio del brazo derecho y lo que más me importaba a mí, las pruebas realizadas confirman que el bebé no corría ningún riesgo. Al escuchar esto me alegré tato que ya ni sentía el dolor del brazo. Mi hermana me explicó que fue un milagro que nos hubiéramos salvado, que ni los policías se lo podían explicar. Yo tan solo recordaba lo que había pasado un poco antes del choque y, aunque apenas fueron unos segundos, a mí me pareció una eternidad. El accidente que me pudo costar la vida de mi hija me marcó mucho y desde ese momento, la lluvia nunca presagió nada bueno en mi vida.
            Estoy llegando al final de mi embarazo. Ya cumplo nueve meses y para la semana estoy fuera de cuentas. Llueve... estoy en mi piso y llueve. Esto me recuerda al accidente, e inconscientemente presagio que algo malo está a punto de pasarnos a nosotras. Estoy apoyada a la ventana viendo caer esas gotas y no dejo de tener esa inseguridad, de pronto se abre la puerta de golpe; es mi marido, lo espero ilusionada, pero me doy cuenta de que viene hacia mí con un cuchillo, su mirada es asesina y sus gestos amenazadores, empieza a tirar muebles como un maníaco y de su boca salen insultos ofensivos hacia mi, se acerca lentamente a mi maldiciéndome, y me amenaza de muerte. De repente los pensamientos me golpean la mente: día tras día miras en las noticias esas pobres mujeres muertas a causa de la violencia de género, nunca piensas que te va a pasar a ti, hasta que te pasa. Otra vez solo logro concentrarme en oír el “clonc” de las gotas de lluvia, intento proteger a mi niña pero... ¿Cómo? Él me agarra el cuello y con mi cabeza da un golpe seco en la ventana que la hace estallar y miles de cristales caen a la calle, mi cabeza cuelga ahora de la ventana mientras los cristales puntiagudos que no se despojaron del marco de la ventana se clavan en mi nuca. Estamos en un quinto piso y el vértigo se hace insoportable, mi pelo es abaneado por el viento y mi cara se empapa de gotas de agua. Llueve con fuerza, es listo, mi sangre se mezclará con el agua de la lluvia y no dejará restos. La hoja del cuchillo se posa sobre mi cuello, cierro los ojos, él desgarra mis venas sin piedad, llueve sangre y me muero.
            Los policías llegaron a tiempo al piso para descubrir al asesino gracias a una llamada anónima de un vecino, pero no a tiempo de salvar a mi hermana. Como estaba de nueve meses, la llevaron rápidamente al hospital y le practicaron una cesárea, su hija nació sana y es la viva imagen de la madre, eso le gustaría a mi hermana. El asesino fue condenado a 87 años de cárcel por asesinato de su pareja e intento de homicidio de su hija. Ahora asisto al funeral de mi hermana, con lágrimas en los ojos, mientras sostengo a su hija en mi regazo, niña que tendré que criar, desempeñando mi papel como madrina.


                                                                                      Aida Queimaño Soage 3ºB

EL MISTERIOSO CASO DE RANDAL


Había un niño que no sabía jugar. La madre lo miraba desde la ventana ir y venir por los caminillos de tierra, con las manos quietas, como caídas a los dos lados del cuerpo… Yo también lo hacía.
            Mi padre era pescador y nos habíamos mudado hace un par de semanas a este lugar, ya que tenía fama de ser uno de los pueblos que exportaba peces de mayor calidad. Mi madre era ama de casa y como éramos nuevos en aquel sitio, ella tan sólo conocía a Catalina, que vivía justo en frente de nuestra nueva casa.
            Yo tampoco tenía amigos, y mientras durasen las vacaciones de verano, no pensaba entablar amistad con nadie; todo era nuevo para mí y me estaba costando bastante acostumbrarme a mi nueva vida, como para tener que preocuparme de mis amistades con el resto de niños del pueblo. Por eso, todos los viernes por la tarde, acompañaba a mi madre a tomar el té a casa de Catalina. La primera vez que la vi me causó una impresión espantosa. Estaba sentada en la mecedora, ni siquiera se molestó en abrirnos, la puerta estaba abierta de par en par, pero a ella no parecía importarle. Miraba con ansiedad a través de la ventana, como esperando a que aconteciera algo. Sus manos, temblorosas y huesudas, se aferraban con fuerza a los apoyabrazos, mientras se mecía inquietantemente. Ella era joven, incluso más que mi madre, pero esa expresión de inquietud hacía que su cara se llenase de arrugas, inexistentes en su rostro normal.
            De repente me entró la curiosidad de saber que era lo que miraba con tanta preocupación por la ventana, así que sin más miramientos, corrí hacia su lado y me asomé al alféizar. Desde allí se observaba un pequeño monte lleno de riachuelos y eucaliptos, allí, había un niño que caminaba sin pausa por todo el terreno, como si buscara algo. Mi madre se acercó y me susurró al oído que ese era el hijo de Catalina. La madre lo miraba desde la ventana ir y venir por los caminillos de tierra, con las manos quietas, como caídas a los dos lados del cuerpo… Yo también lo hacía. El niño tenía un aire misterioso, no se parecía a ningún niño de los del pueblo: habladores e hiperactivos. El tenía una expresión perturbadora en su rostro, sus ojos eran oscuros y penetrantes, su mandíbula, ancha y fuerte, estaba tensa. Apretaba los dientes y eso hacía que su cuello se agarrotara de tal forma que se podían apreciar las venas marcadas en el. Normalmente yo era un niño difícil de inquietar, pero ese niño me asustó, e involuntariamente, retrocedí un paso; ahora ya comprendía la inquietud de Catalina.
            Ese día mi madre y yo volvimos a casa temprano. Pero a lo largo del verano mi madre y yo íbamos frecuentemente a visitar a Catalina. Siempre la encontrábamos observando a su hijo desde la ventana. Y el hijo, día tras día hacía lo mismo: paseaba y paseaba por aquel minúsculo recinto que sus pasos habían formado al lado de la casa, pues siempre hacía el mismo recorrido. Yo no paraba de darle vueltas al mismo asunto; que era lo que le pasaba a aquel niño. Pero ellas nunca mencionaban el tema, por lo menos en mi presencia. Entonces entró por la puerta un hombre, y saludó a Catalina con un beso en los labios. Supuse que era su marido, y en ese momento quise preguntarle. Presentía Catalina y mi madre no me lo iban a decir, pero seguramente el sí. Así que reuní todas mis fuerzas y solté: “Señor, ¿Qué es lo que le pasa a su hijo?” En ese momento me arrepentí de haberlo preguntado, pues un silencio sepulcral se produjo en la habitación. Sus caras eran de espanto, como si mis labios hubieran revelado un gran secreto. Mi madre sabía lo que le pasaba, y fue la primera en hablar: “Cariño, no te preocupes, lo único que pasa es que Randal no sabe jugar”. Conocía a mi madre y sabía cuando mentía, y eso me sonaba a trola, como cuando me dijo que la abuelita estaba durmiendo muy profundamente por eso no se podía despertar y al final descubrí que estaba muerta. Ella dice que lo hace para protegerme de la verdad y no hacerme daño, pero… ¿A caso le pasaba algo malo a Randal?
            La madre miraba inquieta al niño, que iba y venía con una sombra entre los ojos. “Si al niño le gustara jugar yo no tendría frío mirándolo ir y venir”. Pero el padre decía con alegría “no sabe jugar; no es un niño corriente. Es un niño que piensa”. Cada uno me dio a su manera la explicación del comportamiento de Randal, pero al igual que la de mi madre, las respuestas de sus padres me parecieron falsas, sobre todo la alegría fingida que mostró el padre, seguramente para quitarle hierro al asunto e impedir que me preocupara. Pero si en algo coincidían todas era en esa supuesta actividad que Randal era incapaz de realizar; jugar.
            Pasaron días y en mi mente no había otra cosa que el recuerdo de aquel día. Me sentía como un médico intentando averiguar que era lo que le pasaba a Randal. Pero al cabo de darle tantas vuelta y de no poder aferrarme a nada más, acabé aceptando que quizá su único problema fuera que no supiera jugar. Era cierto: supiera o no supiera, Randal nunca jugaba. Pero yo no me conformaba sólo con eso. Sabía que aún que no me habían mentido, tampoco me habían dicho toda la verdad. Había algo que me ocultaban, y yo necesitaba saberlo.
            Así que decidí aceptar el papel de doctor, y como un buen doctor, decidí que era el momento de conocer a mi paciente a fondo.
            Este viernes fuimos como siempre a casa de Catalina, y una vez allí en seguida me entraron ganas de empezar el desafío que me había propuesto, así que me levanté del sitio y con toda la amabilidad que fui capaz le pregunté: “Catalina, ¿puedo ir a conocer a Randal?” Catalina se sorprendió, sonrió contenta ante mi proposición “Pues claro Cielo, escucha, sabes que Randal no es como los otros niños…” esperaba esa respuesta “Sí, lo sé: no sabe jugar” Catalina giró la cabeza hacia la ventana y asintió “Eso es, así que ten delicadeza con él, no sabe jugar, pero si le hablas lentamente te entenderá”. Yo le prometí que sería simpático con él y corrí hacia a fuera “Daniel” me llamó mi madre “¡En serio, si Randal no quiere estar contigo, vete, no lo enfades!”. Eso último me dejó frustrado, sabía que Randal no era normal, y la impresión que tuve de él me atemorizó, pero nunca se me ocurrió que Randal fuera violento, ¡bah! Seguro que sólo son tonterías de mi madre.          
            Bajé hasta el  montecito y recorrí unos metros esquivando los eucaliptos, cuando de repente me encontré en frente de él. Me quedé allí, congelado, observándolo, parecía turbado, tenía los ojos en blanco, parecía inestable, la postura en la que se encontraba no era natural, sentí la necesidad de acercarme a él y agarrarlo por la cintura para que no se cayera, pero el aspecto de Randal me daba mucho respeto y me quedé a una distancia prudente. “Hola, me llamo Daniel, mi madre es amiga de tu madre” le dije, y extendí la mano para estrechársela, pero el no se movió, no dijo nada, tan sólo se quedó allí, observándome, analizándome, me miró fijamente a los ojos, pero yo no aguanté más y tuve que desviar la mirada. “Daniel, sube que nos vamos” menos mal, pensé, no quería quedarme ni un segundo más delante de Randal. No rechacé el desafío de intentar curarlo, pero eso quizá lo deje para otro día, hoy lo he conocido y ya ha sido suficiente.
            Había tenido delante a Randal y ahora ya lo conocía un poco mejor, se había quedado mudo pero... es normal, sobre todo en un niño como él, que no sabe jugar, y por eso no me desanimé y seguía teniendo ganas de ejercer de médico para él. Ya lo tenía todo planeado: al día siguiente intentaría enseñarle a jugar. Sabía que lo importante no era que aprendiera a jugar, lo importante era descubrir por qué no podía. Los padres parecían saberlo pero no me lo iban a decir, tenía que descubrirlo yo.
            Pasó una semana y mi madre y yo nos encaminábamos a casa de Catalina, yo corrí directamente hacia el montecito, donde se encontraba, como siempre, Randal. Me acerqué a él, esta vez con más tranquilidad. Randal también parecía más tranquilo, y esta vez, me reconoció y se acercó a mí. Yo estaba asombrado, y no sabía como reaccionar, así que dije: “Bueno ¿Qué quieres hacer?” el alzó su mano derecha y señaló al gran bosque que lindaba con el montecito “¿Quieres ir allí?” Randal asintió. Yo tragué saliva, era verano y aún que fuera tarde habría luz hasta las diez por lo menos, pero aquel oscuro bosque me daba mucho miedo, no me da vergüenza decirlo, si por mí fuera saldría corriendo hacia los brazos de mi madre, pero la curiosidad que tenía por saber el porqué de que Randal no jugara pudo más que el miedo. Así que seguí a Randal, quien se encaminaba al bosque. Nos plantamos ante su entrada “¿Has estado alguna vez aquí Randal?” él negó con la cabeza “Yo tampoco y no conozco este sitio; marchémonos de aquí”. Pero cuando intentaba dar marcha atrás, Randal me cogió por el brazo, me miró con esos ojos fulminantes mientras me apretaba más y más el brazo, Randal tenía mucha más fuerza que yo y sabía que no iba a dejarme ir hasta que no entráramos en aquel bosque. Así que me encaminé en las oscuras tinieblas de aquella espantosa vegetación, Randal me empujaba para que no me parase, ¿estaba loco, que hacía? Mi cabeza estaba hecha un lío, pero en ese momento me di cuenta de que nos habíamos perdido; ninguno de los dos conocía este bosque. Seguimos andando, él me sujetaba fuertemente para asegurarse de que no escaparía. Todo mi cuerpo estaba empapado de sudor quería gritar socorro pero… ¿Quién me escucharía? Llegamos hacia un claro, y Randal me soltó el brazo, me liberé rápidamente de él, y retrocedí unos metros, en su rostro adiviné una cara de dulzura, Randal no quería hacerme daño, tan sólo quería que lo acompañara. Él, como de costumbre, estaba en su mundo, y no tenía miedo, pero yo sabía bien lo que pasaba; estábamos perdidos en un bosque y estaba oscureciendo, me invadió el pánico y eché a correr convulso. Cuando me doy cuenta, el terreno cedió a mis pies, estaba cayendo en un pozo. Mis manos se alzaron al cielo “¡Ayuda!” grité, mientras mi cuerpo se iba hundiendo en el agua helada. “Daniel” fue la primera vez que escuché la voz de Randal, y la última. Mi cabeza se iba quedando sin oxígeno y mis párpados se cerraban, me despedía de todo.
            Randal jamás fue capaz de encontrar el camino de regreso.
            Daniel jamás tuvo la oportunidad de descubrir el misterioso caso de Randal.



                                                                                  Aida Queimaño Soage 3ºB

Llueve.


La monótona lluvia, que repentinamente sacudía los cristales funcionó como un despertador en aquel domingo.
Como un fugitivo, su rostro se volvió triste. -Otro día con lluvia, otro día de amargura, pensaba- Aunque ya casi ni le importaba. Todo esto se había vuelto  una estúpida costumbre.
Desde pequeña había detestado los días de lluvia, pero desde hacía un mes se habían convertido en sus peores enemigos.
Veía a la lluvia como una especie de pincel. Ese pincel que pinta todo de color oscuro. El pincel que pinta el corazón humano que, perdiendo su color rojizo, se convierte cada vez más pálido. El pincel que no permite una visión nítida de las cosas. Ese pincel que daba a la luz todos los momentos emotivos que una persona intenta guardar con llave en sus adentros. Este es el pincel que lo pinta todo de tristeza, -decía-
Cada gota que caía desde lo más alto del cielo hasta el suelo, en aquel domingo, era un recuerdo triste para Marta. Montones de imágenes, de sueños, de momentos, de ilusiones, pero sobre todo recuerdos de amor.
Aquel amor que había tenido durante ocho años. ‘’ el amor eterno ‘’ –creía ella- pero que, en un día del mes pasado como aquel, de lluvia, se había desvanecido, sin dejar ni rastro.
Todos aquellos momentos que pasaban juntos, todos aquellos instantes sublimes que recordaba, todos aquellos besos, caricias, abrazos… Todas las palabras que se decían –te quiero, eres lo mejor, nunca me separaré de tu lado…- ¿Dónde se quedó todo aquello? ¿Por qué ahora se encontraba sola? ¿Cuándo volvería su amor, que desde que se había ido a la tienda de discos nunca regresó? Ella no lo sabía, nunca lo sabría.
Lágrima tras lágrima, gota tras gota, hacían juntas una melodía de tristeza, en la que, el viento azotaba en las ventanas participando en una sinfonía amarga.
Ya no quedaba nada de felicidad dentro de ella. Ya no recordaba las sonrisas que tanto apreciaba. Ya no habría nadie que la levantase de aquella mesa en la que desde hacía una mes llevaba llorando sin parar. Ya ni el mejor de los recuerdos estaba dentro de ella. ¿Ya nunca más volvería a sentir la felicidad de la vida junto a los que la querían de verdad? Jamás pudo saberlo porque ahora la invadía la lluvia, el frio, el cansancio, la oscuridad, la tristeza, la amargura. Se sentía inútil, desdichada. Porque llovía, repito llovía, y ahora también en su corazón.

Su ausencia, mi carencia de vida


Cada vez que cojo este escrito en mis manos, no puedo evitar que mis ojos se llenen de lágrimas instantáneamente. Lo leo, vuelvo a leerlo y releerlo. Entre estas breves líneas, ahora ya desgastadas debido al continuo derrame de lágrimas, se encuentran millones de recuerdos guardados, como quién guarda oro.
Hoy, día 27 de Mayo de 2000.
Querido diario:
Siento estar ausente todo este tiempo, sin dar señales de vida. Pero mi ausencia está totalmente justificada. Anteayer, 25 de mayo, ha sido el día, en el que el corazón de mi abuela dejó de funcionar, tal y como explicó mi madre. La verdad, no conozco muy bien estos sentimientos de ausencia que dicen sentirse en estos casos: desesperación, tristeza, amargura, cansancio, monotonía, soledad… pero creo que a partir de ahora me serán familiares; llevo dos días en los que todos ellos están presentes en mi vida, y ahora serán cono una estúpida costumbre.       
  Te estoy hablando de mi abuela, esa persona que desde mi nacimiento había ejercido el trabajo de una madre, una segunda madre que estuvo a mi lado hasta este momento, hasta mis 12 años de edad. Ella era quien me hacía la comida y pasaba todas las tardes jugando conmigo, leyéndome cuentos, correteando por el jardín, paseando por la alameda... pues mi madre trabajaba; ella era quien me enseñaba matemáticas, sociales, lengua, historia o lo que hiciera falta, sin olvidarnos por supuesto de toda la educación que aprendí gracias a ella. ¿Qué haré yo ahora sola? Sola, sin ella mi vida se resume en una palabra: soledad.
Me despido, necesito tumbarme en cama, comunicarme conmigo misma, y reflexionar, sobre la pérdida de una parte de mi corazón. Creo que ahora valoraré más las cosas que realmente quiero.
Quiero a mi abuela, muchísimo. Nunca me olvidaré de ella. Tampoco de ti, pequeño diario.
Saludos, Romi.

Han pasado once años desde aquel trágico momento, y mis sentimientos hacia mi abuela siguen invadiéndome. Es cierto que he aprendido a llevar mejor los golpes de la vida, y que a día de hoy ya no me duelan tanto. Sin embargo la muerte de mi abuela, (la única que tenía) ha provocado en mi un shock hasta hoy. Nunca volveré a ser la misma.

                                                                              Aida Carballo Fazanes 3ºB