domingo, 1 de mayo de 2011

Mi abuelita


            La abuelita y yo vivimos juntos. Los dos somos muy felices en el piso que ella alquila. Está en el centro de la ciudad. A mi me gusta porque está cerca del cole al que yo voy, y además el bloque tiene una piscina comunitaria, donde la abuelita y yo nos bañamos en los meses de Junio y Julio. Pero  a la abuelita no le gusta. Ella siempre se está quejando de que en un piso tan pequeño se aburre como una ostra, sin huerto que plantar, ni gallinas que cuidar... También dice que la ciudad es un asco, que hay muchos coches y mucho vandalismo. Dice que los jóvenes del pueblo son muchachotes sanos y fuertes, que acarrean con sacos o colaboran en la labor del campo para ayudar a sus padres. Mientras que los jóvenes de ciudad son niñatos ricos malcriados con cresta de gallo y muchos percings, que se gastan el dinero de sus padres en drogas y alcohol, y que tiene  miedo que eso me pase a mí por vivir en la ciudad.
            Un día le pregunté, que por qué se marchó del pueblo y se mudó a la cuidad si aborrecía tanto ese cambio. Ella me contó que, al igual que mis padres, el abuelito también estaba en el cielo. Él sirvió muchos años en el ejército, hasta que una vez, de tanto tentar a la suerte, fue alcanzado por una bala de fusil. La abuelita dice que lo odia, por haberla dejado sola con una casona que estaba por encima de sus posibilidades, pero que el abuelito se empeñó en comprarla, y a la había dejado con la hipoteca a medio pagar. Ella dice eso, pero en realidad lo sigue queriendo y creo lo único que le duele es que la hubiera abandonado de esa forma. Total que el abuelito se murió pobre, y la pensión de la abuelita no daba para poder pagar la enorme hipoteca cada mes, así que tubo que venderla y mudarse a este pisito, donde el coste del alquiler era accesible.
            La abuelita se llama Abelina. Pero yo prefiero llamarla abuelita, porque Abelina suena a nombre de vieja y la abuelita no es vieja. Bueno sí, pero no tan vieja como las ancianas del asilo. Ella  tiene menos arrugas, puede andar sin utilizar bastón, tiene sus propios dientes y lo más importante: aún tiene suficientes fuerzas para cuidarme, al menos eso es lo que dice ella cuando me porto mal o me escaqueo de hacer los deberes.
            La abuelita y yo vivimos felices aunque muchas veces peleamos, y siempre acaba ganando ella. Nuestra vida es pacífica, por la semana yo voy al cole, y después de hacer los deberes, salgo a jugar al parque si no llueve. La abuelita hace las tareas de casa mientras estoy en el cole y después va a tomar un café con sus amigas las vecinas o se queda en el salón viendo telenovelas argentinas que tanto le gustan a ella. El fin de semana cambia un poco la rutina. Los sábados son aburridísimos, porque es cuando vamos de compras y justamente es el día favorito de la abuelita. Ella dice que vamos de compras, pero nunca compramos nada, la abuelita lo llama ir a “mirar”. Eso consiste en estar dando vueltas por el centro comercial de tienda en tienda viendo vestidos de moda o trajecitos cursis para mí. La abuelita dice que lo hace para luego poder comprar telas mucho más baratas y hacer ella en casa la ropa que vio en el comercio y que tanto le gustó. La verdad es que es una gran costurera, pero a mí eso me parece muy excesivo; que se le va a hacer, desde que se tuvo que andar midiendo con el dinero para apañárselas con los gastos de la casona se volvió de una tacaña... Los domingos toca misa. Así que nos ponemos guapos para ir a la casa del señor. Pero no guapos como los modelos de la tele, sino guapos a nuestro modo. La abuelita me viste un trajecito con corbata y todo como los mayores que pica mucho, me engomina el pelo y me lo peina para atrás, luego me calza los zapatos de charol y me dice que soy el niño más guapo del mundo. Ella se pone uno de sus muchos trajes de chaqueta y falda hechos por ella claro está, y se calza sus únicos zapatos de domingo, sólo tiene un par porque claro está, esos se los tubo que comprar. Después de pasarse horas y horas frente al espejo, por fin la abuelita está lista y yo le digo que es la abuelita más guapa del mundo.
            Todos los días igual, sin nada nuevo, hasta que la abuelita empezó a quedarse más tiempo de lo normal dentro de cama, al principio pensaba que era por vaga, pero a veces hasta se quedaba días enteros en ella. Desde mi cuarto la oigo toser, es una tos muy fea y yo tengo mucho miedo por ella. En contra de las normas de la abuelita de no entrar en su cuarto, me adentro pasito a pasito en la habitación y me subo a su cama. La abuelita se empieza a enfadar conmigo y me echa fuera de la cama. A mi eso no me gusta nada, pero yo la perdono porque sé que lo hizo sin querer, y es que cuando tenemos una bronca grande, suelta tacos y se enfada conmigo sin tener yo la culpa, pero se da cuenta a tiempo y lo importante es que ella siempre dice que está encantada de cuidarme, que no lo cambiaría por nada del mundo, y eso me hace muy feliz, porque a mí también me encanta que ella me cuide, aunque la abuelita dice que eso no va a ser siempre así y que cuando crezca y llegue a la edad del pavo, no querré pasar más tiempo con ella. No sé como sabe que va a pasar eso, a lo mejor la abuelita es vidente quien sabe, pero de todas formas, si es verdad lo que dice, yo no quiero crecer más, ¡está decidido!; me quedaré con mis siete añitos para siempre.
            Pasaron dos días y alguien peta en la puerta. Voy a la entrada y pregunto quien es, pues la abuelita siempre dice que no les abra la puerta a los desconocidos.
-         Soy el Doctor Ortega, vengo a atender a la señora Abelina Castro. Usted
debe de ser su nieto ¿no?
-         Sí señor, pero no m está permitido abrirle la puerta a desconocidos.
-         Eso está muy bien, pero yo no soy un desconocido; tu abuela me llamó para que viniera aquí.
Si es cosa de la abuelita mejor que le abra, no vaya a ser que se enfade conmigo. Me pongo de cuclillas y quito el pestillo
-         Adelante.
En la casa entra un hombre alto de bata blanca e intenta adivinar, supongo, donde está la habitación de la abuelita.
-         Aquí señor.
-          Vale, chaval. ¿Por qué no vas a ver la tele un rato y me dejas a solas con tu abuela?
            Marcho para el salón indignado.
            Después de dos horas, el doctor marcha, y por primera vez desde que empezó todo esto, la abuelita me llama. Voy corriendo hasta su cama. Ahora tiene una cara horrible y el pelo despeinado, habla con una voz de hilo. Me dijo muy seriamente que estaba enfermita, muy enfermita, que puede que llegara el momento de reunirse con el abuelito y mis padres en el cielo. Yo lloro, pataleo y chillo. Le digo a la abuelita que no es justo, que no quiero que se vaya. La abuelita me dice que es el ciclo de la vida y que todos tenemos que morir algún día.
-         Pero tu no, abuelita, tu no te tienes por qué morir. Tú tienes que cuidar de mí, para que no sea un niñato de ciudad, como tú me dijiste.
-         Cariño, confío en que tu corazón sea bondadoso toda tu vida. Ahora estás triste, pero pronto te olvidarás de mí y ya no sufrirás. Irás con la tía Maite, ¿sabes? Tiene tres hijos con los que puedes jugar. Pronto crecerás y ya no recordarás este momento.
            Hoy duermo con la abuela. Lloramos toda la noche.
            El sol me despierta y me incorporo en la cama, contemplo la estancia; la abuelita no está. Asustadísimo corro por la casa intentando buscarla. Cuando de repente la veo preparando el desayuno el la cocina.
-         Hoy me siento muy bien cariño. Desayuna rápido y nos vamos de picnic.
            Dijo mientras me enseñaba una cesta llena a rebosar de bocadillos. Los ojos se me iluminan, ¡la abuelita está sana! Estoy tan contento.
            La abuelita y yo nos preparamos y salimos de casa. Cogimos el autobús y fuimos a un parque lleno de flores preciosas. Allí extendimos el mantel a cuadros y empezamos a comer. Nos acabamos todo lo que había en la cesta y fuimos a pasear. Estuvimos en el parque hasta el anochecer, hablando toda la tarde, pero jamás se mencionó el tema del día anterior. Mejor; eso ya formaba parte del pasado. Cogimos el último autobús y regresamos a casa. Nos metemos rápidamente en cama, cada uno en la suya y dormimos. A la mañana me levanto contentísimo y corro a despertar a la abuelita con una sonrisa en la boca. Entro en su habitación; aún está dormida. Me subo a su cama e intento despertarla. Nada. Apoyo mi cabeza sobre su pecho. Los latidos de su corazón cesaran.

                                                                       Aida Queimaño Soage


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